El cielo del atardecer, como una enorme olla invertida de oro fundido, derramaba olas de color carmesí, naranja y amarillo sobre la calle. Los edificios, como enormes lienzos, estaban pintados de estos colores brillantes e iridiscentes. El resplandor rojo se reflejaba en los tejados, dejando huellas de llamas. El naranja envolvía las paredes, creando la ilusión de una luz cálida y suave. Y el amarillo, como la última chispa del día que agonizaba, penetraba las sombras, pintándolas de un cálido tono dorado.
Incluso el asfalto, habitualmente gris y anodino, se transformó, reflejando el resplandor del cielo. Los coches aparcados en las aceras se convirtieron en manchas de una superficie brillante y ardiente. El follaje de los árboles, recientemente verde, ahora brillaba con los reflejos del atardecer, como si estuviera decorado con piedras preciosas.
El aire se volvió denso, saturado con el aroma del crepúsculo y una ligera neblina. Fue ese momento en que el día cedía lentamente sus posiciones y la noche se preparaba para reinar, y el cielo, como último regalo de despedida, regaló al mundo su asombrosa paleta de colores. Cada casa, cada callejón, cada esquina se inundó de esta luz mágica y fugaz, creando una atmósfera única, como la de un cuento de hadas al atardecer.
Ubicación de la imagen:
Moscow
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